19 marzo, 2008

Una locura razonable: Memorias de un crítico literario (Entrevista a José Miguel Oviedo por Sandro Chiri)



Sandro Chiri: Comencemos por los orígenes. ¿Cómo nació en usted el interés por la literatura? ¿En el hogar, en la escuela? ¿Reconoce a alguna persona en especial como orientadora de sus primeras lecturas?

José Miguel Oviedo: Mi interés por la literatura fue algo que ocurrió en la adolescencia, sin mayor o ningún estímulo de mi familia que no tenía nada que ver con el mundo de los libros. Sin embargo, no recuerdo por qué razón empecé a interesarme por las formas más populares de la literatura a las que en ese momento podía tener acceso. Me refiero a la literatura policial, la literatura de misterio o la literatura de aventuras. Entonces, así fui descubriendo a algunos autores que a mí me parecían remotísimos y que me fascinaban por la creación de ciertos personajes y ambientes. Luego salté, de un modo que no puedo recordar plenamente, a la literatura más seria, y creo que a mí me sirvió de mucho la lindísima colección que se editaba en Buenos Aires, la Biblioteca Clásica y Contemporánea de Losada que tenía desde los 20 poemas de amor de Neruda al teatro de García Lorca. En esa serie, Losada publicó a un poeta bengalí, autor también de obras teatrales, que ahora muy pocos leen, y que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1913, me refiero a Rabindranath Tagore. Desde Puerto Rico, la esposa de Juan Ramón Jiménez, Zenobia Camprubí Aymar había traducido los poemas de Tagore para la editorial Losada. En esa colección también descubrí a un escritor que por el nombre parecía alemán, me refiero a Franz Kafka. La lectura de La metamorfosis fue para mí reveladora. Su lectura me produjo un verdadero shock, una conmoción muy intensa, acaso también porque el texto iba acompañado de una nota de presentación firmada por Jorge Luis Borges, a quien no había leído antes.

En este proceso de aprendizaje, ¿hubo algunos compañeros generacionales?

Efectivamente, al comienzo de este camino en el mundo de la literatura, a trancas y a barrancas, tuve la compañía y el estímulo maravilloso de un grupo de amigos que teníamos cierta afinidad y muchas discrepancias. Con ellos nos veíamos con frecuencia. Abelardo Oquendo, Luis Loayza (el borgeano de la Av. Petit Thouars) y Mario Vargas Llosa eran los integrantes del pequeño grupo de amigos con quienes compartía lecturas. La presencia de Mario era poco frecuente porque su vida, por entonces, era algo complicada ya que tenía muchos trabajos simultáneos y lo veíamos menos; a pesar de ello compartíamos muchas cosas con él. Entonces descubrí a autores nuevos, comencé a devorar a Borges, descubrimos a Cortázar, a Arreola, los ensayos de Alfonso Reyes y textos de muchos autores extranjeros. El gran orientador del grupo era Luis Loayza, quien frecuentaba lo mejor de la literatura anglosajona. Así fueron mis comienzos.

Por lo visto, todos eran muy jóvenes, pero ¿qué otras personas estaban cerca a ustedes?

Muy poco después me hice amigo de la persona que fue capital en mi formación intelectual juvenil; él era diez años mayor que yo, pero fuimos amigos absolutamente íntimos, nos veíamos prácticamente todos los días. Me refiero a Sebastián Salazar Bondy, con quien compartí aventuras periodísticas en La Prensa, primero, y de donde salió por escribir unos artículos en defensa del padre Fevre, que pareció, a la gente del periódico, demasiado de izquierda. Luego, Sebastián pasó a El Comercio, donde yo también trabajé y pude compartir con él muchas horas, semanas, meses. Cuando Sebastián se casó con Irma Lostanau, pasó a vivir a cuadra y media de mi casa. Él fue decisivo. Creo que nosotros conectamos, a pesar de las diferencias de edad, de criterio, de gustos, de experiencias y mil razones, conectamos, digo, por la pasión que ambos teníamos por el teatro; razón por la cual yo fui crítico teatral, bastante feroz, según me dicen. Con Sebastián íbamos al teatro, luego comentábamos las obras y nos reuníamos en el «Café Viena» que estaba en el jirón Ocoña. Había una vida ligeramente bohemia de la cual participaba alguna gente. Compartíamos muchas cosas porque ambos éramos teatreros; en cambio, el resto de amigos lo era muy poco. Nosotros teníamos una profunda devoción por el teatro. Además, te digo una cosa: yo conocí por primera vez a Sebastián Salazar Bondy de un modo muy curioso. Yo ya lo había visto en la calle, más precisamente en mi barrio, lo había visto en mi cuadra. Yo vivía aquí y él vivía a la vuelta, en el barrio de Santa Beatriz, que era una especie de pequeño y silvestre Montparnasse porque ahí vivieron Blanca Varela, Fernando de Szyszlo, Enrique Pinilla, Jorge Eduardo Eielson, Carlos Germán Belli y creo que Javier Sologuren. Estamos hablando del barrio que está a la altura de la cuadra 10 de la avenida Arequipa. Así que en esa área había mucha gente ligada al arte y yo no los conocía aún, no sabía que existían. Yo era un poco más joven que todos los nombrados, pero —como te vengo contando— reconocía a Sebastián en la calle porque su cara era muy conocida. Su foto aparecía con frecuencia en todas las revistas y periódicos de la época. Por supuesto que yo no me atrevía a abordarlo. Lo veía pasar, tomábamos a veces el mismo colectivo hacia Miraflores, pero nunca me atreví a acercarme a él. Sin embargo, ocurrió que el Club de Teatro de Lima, que fundó un grupo de actores y directores argentinos afincados en el Perú y a cuya cabeza estaba Reynaldo D'Amore, organizó un concurso de obras dramáticas. No está demás recordar que dicho club tenía un buen repertorio teatral que incluía obras experimentales. A este grupo se le ocurrió organizar un concurso de autores nacionales y que yo lo gané con una obra que nadie recuerda, para mi suerte, que era una imitación de las obras poéticas que en esa época yo leía como las de Paul Claudel y Thomas Stearns Eliot.

¿Y cómo se llamaba la obra?

Se llamaba Pruvonena. Es un nombre curioso y algo feo, pero era el seudónimo en clave de José de la Riva Agüero, el primer presidente del Perú, que usó ese nombre cuando era uno de los líderes de la Emancipación perseguido por los españoles. Dicho termino significaba «un peruano». Yo lo usé porque tenía una connotación misteriosa. Supongo que la gente del jurado se habrá preguntado que es «pruvonena», quien es «pruvonena», qué clase de nena es esa. Era, si mal no recuerdo, 1955 aproximadamente. La obra ganó y uno de los integrantes del jurado era Sebastián, que yo no conocía, ni él sabía que yo existía. Al momento de abrir el sobre aparece un nombre desconocido, pero cuando ven mi dirección, Sebastián dijo, «este es vecino mío, yo voy y le aviso que ha ganado el premio». Un buen día, alguien toca la puerta, y lo veo ahí con su cabeza ovoide, como él dice en un poema, flaco, su nariz afilada, su voz ronca, y yo me quedo muy sorprendido. Entonces, me dice «¿tú eres José Miguel Oviedo, no?» Sí, le dije. «He venido a darle una noticia», acotó. Lo hice pasar con mucho miedo y respeto porque él era una figura importante y de repente lo tenía en mi casa, frente a mí. Me dijo que había ganado el concurso y que tenía que ponerme en contacto con el director del Club de Teatro. Me advirtió que vendrían a hacerme alguna entrevista y cosas por el estilo. De ahí en adelante, no sólo frecuenté a Sebastián, sino que además, con motivo de mi obra premiada, conocí la actividad teatral por dentro, en tanto que la obra se tuvo que montar. Yo nunca antes había estado en situación similar, así que me acerqué a los intestinos del teatro. Fue la oportunidad para saber de las pequeñeces y grandezas de los actores.

¿ Qué significó Sebastián Salazar Bondy para usted?

Para mí, Sebastián, más que un padre o un padrino, fue una especie de hermano con el cual me peleaba, como se pelean los hermanos entre sí, y nos reconciliábamos también como suele suceder. Teníamos diferencias estéticas, de formación, de perspectiva de lo que queríamos hacer. Pero la mayor de las veces había zonas de confluencia. Cuando esas zonas de confluencia se producían eran maravillosas. Como era maravilloso nuestros enfrentamientos, porque todo eso creaba situaciones que me enseñaban cosas en torno a las relaciones humanas y, sobre todo, al carácter de los escritores.

En cuanto a su etapa como estudiante universitario, ¿qué recuerdos tiene?

Yo entré a la Universidad Católica en los años cincuenta. Ingreso con un destino profesional perfectamente inevitable y al mismo tiempo vago: estudiar Derecho. Tú te preguntarás, ¿por qué Derecho? Porque en mi familia yo tenía fama de hablar bien y un abogado tiene que hablar bien para convencer al juez. Como no tenía más habilidad que ésa, tenía que ser inevitablemente abogado. No cabía la menor duda, por lo menos para mi familia. Entonces, yo ingresé a la Católica para ser abogado, pero previamente uno tenía que estudiar dos años obligatorios de Estudios Generales de Letras. Comencé a estudiar ahí, con profesores buenos y malos, con cursos buenos y malos, y descubrí a uno que fue decisivo en mi formación: me refiero a Luis Jaime Cisneros, quien fue tan decisivo como Sebastián. Mi formación universitaria le debe mucho al lingüista Luis Jaime Cisneros. La lingüística me atraía y me asustaba un poco. Había algo ahí que no podía procesar intelectualmente; sin embargo, había interés. La lingüística me hacía razonar en algo que generalmente pensamos: ¿cómo usas tú la lengua? Uno usa la lengua sin pensar mayormente. La lingüística me despertó un poco esa inquietud. Me di cuenta de que era un fenómeno delicado y complicado.

Pero ¿cómo se da el salto de la lingüística a la literatura?

Luis Jaime Cisneros, queriendo hacer proselitismo lingüístico, me propuso que lo ayudase en un curso y fuese su auxiliar, lo cual me llenó de alegría y al mismo tiempo de temor, porque nunca había dictado clases a nivel universitario. La tarea consistía en dictar clases, prácticamente, a mis propios compañeros, a muchachos y muchachas que tenían un año menos que yo o algo así. Comencé a dictar clases de lingüística, pero evidentemente mi interés era la literatura. Debo confesar que por entonces yo había leído un poquito más que mis compañeros y digo esto lejos de toda pretensión. Yo había leído a algunos autores copiosamente, como Borges por ejemplo, lo cual era raro porque en ese momento Borges había producido relativamente muy poco; además, había leído a algunos autores clásicos. La literatura empezó a ser el centro de mi mundo por primera vez y no una cosa casual o lateral. Como hablábamos de literatura todo el tiempo con Abelardo Oquendo y Luis Loayza, de repente Abelardo, que tenía la responsabilidad de la sección literaria del suplemento Dominical del diario El Comercio,un día me propuso que escribiera crítica teatral en tanto que le había comentado mis impresiones sobre Exiliados, el único drama que Joyce escribió, traducido por la editorial Sur. Por cierto, nuestro alimento literario de entonces venía de Buenos Aires, como por ejemplo Sur, Losada o Emecé. Joyce me había deslumbrado anteriormente con su Ulises, del cual quedé absolutamente fascinado. Lo que te quiero decir es que la primera reseña que escribí en el periódico fue sobre Exiliados, de Joyce. A partir de ello, empecé a publicar de una manera esporádica en el suplemento, después periódica, y de pronto empecé a escribir semanalmente.

Para entonces, la literatura se convirtió en su actividad principal...

Efectivamente, descubrí que la literatura era lo que más me gustaba. El horizonte jurídico empezó a nublarse, a borrarse o a desaparecer, pero pese a eso lo mantuve, así que cuando terminé los dos años de Estudios Generales Letras y pasé a estudiar los cinco de Derecho en el local del Instituto Riva Agüero, yo simultáneamente estudié Literatura. Si tú ves bien, yo tenía dos años en el campo de las Humanidades y ahora me quedaban tres más para doctorarme en Literatura y cinco para doctorarme en Derecho. Aunque no lo creas, mantuve esa simultaneidad un buen tiempo. Como supondrás, terminé mis estudios de Derecho, aunque no presenté el famoso caso o juicio que uno tiene que defender para demostrar que uno es capaz de realizar las tareas del abogado profesional y tener así el título. Pero sí ingresé a un estudio de abogados donde yo era consultor literario, más que jurídico, por cierto; estuve allí algunos años. Un buen día, después de ir al espantoso mundo subterráneo, kafkiano por completo, del Palacio de Justicia, tomé una decisión que me llevó a decirme con toda honestidad que ése no era mi mundo y que yo nada tenía que hacer ahí. Sin embargo, yo ya estaba ganando un dinerito como abogadito o como tinterillo en el estudio de Carrillo Smith, quien fue un abogado muy importante. El problema era como decirle a mi familia que dejaba el Derecho. Lo hice, fue un momento duro, pero sobreviví porque ya tenía un cargo en la universidad, era profesor auxiliar, dictaba cursos en diferentes instituciones, academias, centros culturales de señoras, que sé yo. Sumando todas esas pequeñas limosnas que se llamaban salarios, más o menos podía mantenerme. Así comencé en el mundo de la literatura, no escribiendo ficción, sino asumiendo esa función u oficio despreciable que es la crítica y que casi nadie elige como único oficio literario, por lo menos en esa época.

Me contaba que ha terminado de escribir sus memorias. Supongo que contará todas estas peripecias...

Así es. Una locura razonable: Memorias de un crítico literario es el título que he elegido para mis memorias. Elegir la crítica literaria en un país como el Perú es un gesto de absoluta demencia, pero eso fue lo que hice. Como sabemos, la crítica literaria tiene varias vías o canales. Por ejemplo, la crítica periodística está condicionada por la urgencia, el espacio y la actualidad, lo que hace que de manera inevitable caiga, la mayoría de las veces, en la improvisación; pero su virtud radica en el hecho de que es un espejo de la actualidad, da a conocer nuevos nombres o rescata viejos nombres, orienta al lector y lo informa, le da pistas, toma la temperatura del ambiente y en cierta manera influye sobre los gustos literarios del momento. Así es que cumple una función importante dentro de esas limitaciones.

¿Qué la diferencia de la crítica académica?

La crítica académica es totalmente distinta, es la que se ejerce en las universidades, en los centros de investigación, institutos científicos. La gran diferencia con la crítica periodística es que la académica tiene todo el tiempo y la extensión necesarios para realizar su función. La crítica académica es más profunda, más reposada, mucho mejor documentada y tiene un círculo de lectores mucho más reducido; su campo de acción no es el público común y corriente, sino la gente que tiene interés específico en la literatura o en los autores que aborda o en los fenómenos literarios que trata. Es una crítica para especialistas, es crítica para críticos o para muy buenos lectores. La limitación de la crítica académica es que tiende a ser reseca, además da más importancia a la obra en cuanto objeto de estudio que a la obra en cuanto a objeto de arte y de imaginación. Este tipo de crítica desmonta la obra para ver como funciona esa maravillosa maquinaria de relojería, pero a veces pierde de vista el propósito final de esa obra. Sin embargo, es importante desmontar el mecanismo de relojería porque nos hace ver cosas que no veríamos de otro modo. También es importante la concentración que la crítica académica tiene: puede, por ejemplo, dedicar un libro entero a una metáfora. Además, se ocupa de las obras al margen de su actualidad, al margen de su interés o difusión. Es decir, un poco que va contra la corriente porque se ocupa de lo que nadie se ocupa. Tiene el mérito de redescubrir o desenterrar tesoros olvidados. El problema es que a veces lo hace de una manera que no reclama la atención debida del público que podría interesarse en esto.

¿Qué relación existe entre el ensayo literario y la critica?

En cierta manera, el ensayo es una combinación, una síntesis y, a la vez, una superación de los dos tipos de crítica literaria que he mencionado. El ensayo literario es un tercer tipo de crítica. O para decirlo de otra manera, es un tipo de crítica que se manifiesta en forma de ensayo. El ensayo es un género que, como la crítica misma, es difícil de definir. Es otro caso de nombre complicado. La palabra ensayo es muy modesta porque el que ensaya no esta diciendo «esto es definitivo». Está ensayando, está explorando, está probando, está tomando pasos precavidos para acercarse a algo; es un camino «hacia» y no un punto de llegada, por eso se dice que es un ensayo. Se trata de una tentativa, de un intento de algo. El ensayo es igualmente un nombre malinterpretado como la crítica porque mucha gente silvestre pregunta por qué el ensayista escribe un ensayo sobre un autor o tema y no entrega un producto definitivo, por qué se queda en esa especie de fase «pre». El ensayo es un género difícil de definir en una fórmula, pero tiene una virtud suprema, al margen de lo que pensemos de él como género: el ensayo es un ejercicio de la libertad del pensamiento crítico; nos permite decir todo lo que queremos sobre el objeto de estudio que no conocemos del todo perfectamente, cosa que no haría jamás un critico académico. El crítico académico sabe todo sobre Góngora, sobre Martín Adán o sobre Ribeyro. Sabe todo y se presenta con esa pretensión; es exhaustivo en tanto que acaba el asunto que estudia, acaba con el tema literalmente o pretende acabar con el tema. El ensayista, en cambio, no tiene esa pretensión en absoluto. El ensayista da pasos tentativos, va por acá, va por allá, intenta por este lado, intenta por el otro. De hecho, el ensayo tiene ese nombre a partir de Montaigne que lo usó para expresar algo muy importante. Montaigne dijo: «escribo porque ignoro, no porque sé». Esa forma de modestia del escritor francés es interesante porque de alguna manera está diciendo que escribe sobre un tema equis, pero de una manera personal. Pareciera que Montaigne plantease su modestia en los siguientes términos: «digo lo que se me ocurre para tratar de acercarme a algo, a ver si acierto, sin pretender decir la verdad definitiva». Evidentemente, el ensayo es un acercamiento y el acercamiento tiene los rasgos y las características de alguien que está dando pasos un poco inseguros. Él dice: «para atravesar los dados de mi ignorancia»; es decir, no sabe bien por qué terreno se mueve, pero escribe para conocerlo. Eso es lo maravilloso del ensayo. El ensayista ingresa a un mundo donde explora, visita y reconoce, y cuando termina, conoce más de ese tema que antes, pero no todo. La maravilla de eso es que le deja al lector la libertad de añadir lo que crea conveniente. El ensayo permite el diálogo, mientras que la crítica académica es terminante. La crítica académica afirma, por ejemplo, Góngora es esto; y a ver quién sale a desafiar ese análisis de tal metáfora que está basada en etimologías y en estudios filológicos rigurosos. Acaso por eso, el ensayo tiene pocas o casi ninguna clase de notas. Alfonso Reyes dijo «el ensayo es la tesis menos la prueba». Permanentemente, el ensayista está retando al lector, está invitándolo al diálogo. Por eso se dice que el ensayo polemiza, abre la conversación y no la cierra. Toda esta dinámica genera un campo de posibilidades maravillosas; es por eso que yo digo que el ensayo es el ejercicio de la libertad del pensamiento crítico. El ensayo es, también, la manifestación más elevada de la actividad crítica. En esencia, concluiría que el ensayo es el ejercicio del rigor más la imaginación. El ensayista parte de un conocimiento previo; tampoco es un desventurado que habla de lo que no sabe. Hay que tener una idea del tema que uno está tratando. No es un caso de operación para un ignorante. Verbigracia, si yo sé algo sobre algo, puedo escribir un ensayo y al final salgo con un conocimiento mayor del que partí; así mismo, permito que la imaginación del lector se desarrolle y empiece a ser estimulada por lo que el ensayista ha dicho y reconozca en el autor cosas que no vio como lector.

Me gustaría detenerme ahora en la crítica ejercida por los creadores de ficción. Hay trabajos, al respecto, muy bellos como La caza sutil de Ribeyro, los ensayos del poeta Javier Sologuren o La verdad de las mentiras de Vargas Llosa.

Ese es un tipo de crítica que aprecio mucho porque, yo que soy básicamente un critico, aprendo varias cosas importantes de los creadores que desarrollan una función crítica. Primero, la perspectiva que ellos tienen del oficio es interior; ellos hablan desde adentro, aunque hablen de un escritor distinto. Cuando el escritor X habla de Y, yo entiendo mejor a X aparte de Y. O sea que cumple dos funciones. El crítico que es un creador opera como un conocedor del oficio desde una perspectiva que para mí es muy valiosa porque cuando alcanza ciertos niveles de imaginación, de rigor, de profundidad, la crítica se convierte en una forma de creación. La forma en que un creador desarrolla la función crítica da por resultado un grado más elevado del ensayo. Se trata del ensayo que reflexiona sobre el oficio que ejerce, sea la novela, la poesía, etc. Eso para mí constituye una lección estética, intelectual y moral muy importantes. Un paradigma de este tipo de crítica son las páginas, bellisimas por cierto, que Julio Ramón Ribeyro ha escrito sobre otros autores porque es un reflejo perfecto de lo que era él. A través de esas páginas que tienen que ver sobre otros escritores él se manifiesta de una manera inmediata y transparente. Cuando mencionas al poeta Sologuren me das pie para añadir un cuarto tipo de critica; me refiero a las traducciones. Ahora que Ricardo Silva Santisteban ha editado en Lima la obra completa de Javier, me percato del tremendo esfuerzo que hizo. Ha traducido muchísimo, una enorme cantidad de autores de todas las épocas. Algo parecido sucede con el poeta mexicano José Emilio Pacheco quien a sus traducciones denomina aproximaciones. Se trata de recreaciones que él hace a partir de textos ajenos con la intención que suenen como si fuesen originales y, al mismo tiempo, que suenen con su voz, de tal modo que son parte de su obra de creación. Ahora, Pacheco está revisando todo este esfuerzo de traducción que ha hecho y que dará un volumen de 600 páginas y que se publicarán en México, si es que ya no se publicaron. Es una obra de recreación, pero al mismo tiempo es de crítica que te permite entrar al universo literario de diversos poetas, desde los clásicos griegos hasta los poetas de 40 años.

¿Qué pasa con los diarios y los libros de memorias? ¿Son subestimados por la crítica o están siendo revalorados como el universo clave para entender a cabalidad la obra de un autor?

Yo no diría que estén subestimados, lo que pasa es que son otra vez un género complicado porque las memorias son y no son ficción. Son recuerdos de algo que se ha visto o ha compartido, pero al mismo tiempo es una obra de imaginación que no podemos recordar sin inventar. O sea que es un género híbrido como el ensayo o como la traducción en tanto que el traductor pone de sí también. Yo tengo una teoría: tú no entiendes bien una obra en otra lengua hasta que no la traduces. Para entender bien una obra en otro idioma tienes que traducirla. Pero, volviendo a las memorias, diría que son un género difícil de entender. Las memorias tienen que ver con los recuerdos, tienen que ver con lo que te pasó, pero también con la perspectiva que el autor elige para recordar. Acuérdate que se escribe en un presente sobre hechos del pasado; en ese sentido hay un juego entre el hoy y el ayer. Es fascinante porque ese juego relativiza los planos y crea ciertas relaciones entre lo que se vivió, se conoció, lo que pasó y lo que apareció literaria e intelectualmente en el momento en que el escritor recuerda. Las memorias engloban, entonces, lo personal con lo colectivo.
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