MVLL en su conocida columna Piedra de Toque ha publicado una genial crónica acerca de Borges y el paso de este en la biblioteca Miguel Canéa, lugar en donde trabajó Borges por nueve años. Además, su visión acerca de las convulsiones en La Argentina actual y las acciones de uno de los grupos que "optó resueltamente por la barbarie": los piqueteros.
Dice la nota: La biblioteca Miguel Cané, en el barrio bonaerense de Boedo, es un modesto local de techos altos y viejos anaqueles y pupitres de lectura, que se ha convertido en un sitio de peregrinación cultural para todo visitante más o menos alfabeto que llega a Buenos Aires. Porque aquí trabajó Jorge Luis Borges nueve años, de 1937 a 1946, como humilde auxiliar de bibliotecario, registrando y clasificando libros en un estrecho cuartito sin ventanas del segundo piso, donde ahora se exhiben, en una vitrina, las primeras ediciones de algunos de sus libros.
No hace mucho pasó por aquí el escritor inglés Julian Barnes y dejó estampada su admiración por el autor de "Ficciones". Siento de pronto emoción imaginando aquellos años oscuros de ese auxiliar de biblioteca que, según la leyenda, en la hora de tranvía que le tomaba ir y venir de su casa a su trabajo, se enseñó a sí mismo el italiano, y leyó y poco menos que memorizó "La divina comedia", de Dante. Además, claro, de darse tiempo para escribir los cuentos de su primera obra maestra, "Ficciones" (1944).
Borges es una de las cosas más notables que le ha pasado a la Argentina, a la lengua española, a la literatura, en el siglo veinte. Y es seguro que esa particular forma de genialidad que fue la suya --por lo excéntrico de sus curiosidades, su oceánica cultura literaria, lo universal de su visión y la lucidez de su prosa-- hubiera sido imposible sin el entorno social y cultural de Buenos Aires, probablemente la ciudad más literaria del mundo, junto con París. Ambas capitales tienen encima, como segunda piel, una envoltura literaria de mitos, leyendas, fantasías, anécdotas, imágenes, que remiten a cuentos, poemas, novelas y autores y dan una dimensión entre fantástica y libresca a todo lo que contienen: cosas, casas, barrios, calles y personas.
Mucho de aquella Argentina de lectores voraces y universales, de cosmopolitas frenéticos y políglotas desmesurados, está todavía presente en la desfalleciente Buenos Aires a la que vuelvo luego de algunos años: en sus espléndidas librerías de Florida y Corrientes abiertas hasta altas horas de la noche, en sus cafés literarios donde se cocinaron grandes polémicas estéticas y políticas, y cuajaron esas revistas culturales que circulaban por toda América Latina como ventanas que nos descubrían a los latinoamericanos todo lo importante que en materia artística y literaria ocurría en el resto del mundo. Las paredes del Café Margot están llenas de inscripciones, fotos y recuerdos de los ilustres escribidores, músicos y pintores que se sentaron, bebieron y discutieron hasta altas horas en estas mesitas frágiles y apretadas donde, con un grupo de amigos, recordamos algunas glorias extintas: Victoria Ocampo, María Rosa Oliver, José Bianco. En un rincón del célebre Café Tortoni hay una mesa con un Borges de tamaño natural, hecho de papier-maché.
Pero es sobre todo en ciertas personas donde aquella tradición civil e intelectual está aún viva y coleando: después de muchos años tengo la alegría de ver al ensayista y filósofo Juan José Sebreli y unos pocos minutos de conversación me bastan para comprobar, de nuevo, la solidez y vastedad de su información filosófica, la desenvoltura con que se mueve por los mundos de la historia, las ideas políticas y la literatura. Como muchos argentinos que he conocido, me da la impresión de haber leído todos los libros.
Borges fue destituido de su empleo en la biblioteca Miguel Cané por el gobierno de Perón, en 1946, y degradado, por su antiperonismo, a la condición de inspector municipal de aves y gallineros. El hecho es todo un símbolo del proceso de barbarización política que latinoamericanizaría a Argentina y revelaría a los argentinos al cabo de los años que, en verdad, no eran lo que muchos de ellos creían ser --ciudadanos de un país europeo, culto, civilizado y democrático, enclavado por accidente en Sudamérica-- sino, ay, nada más que otra nación del tercer mundo subdesarrollado e incivil.
La involución del país más próspero y mejor educado de América Latina --una de las primeras sociedades en el mundo que gracias a un admirable sistema educativo derrotó al analfabetismo-- a su condición actual es una historia que está por escribirse. Cuando alguien la escriba, lo que saldrá a la luz tendrá la apariencia de una ficción borgiana: una nación entera que, poco a poco, renuncia a todo lo que hizo de ella un país del primer mundo --la democracia, la economía de mercado, su integración al resto del globo, las instituciones civiles, la cultura de brazos abiertos-- para, obnubilada por el populismo, la demagogia, el autoritarismo, la dictadura y el delirio mesiánico, empobrecerse, dividirse, ensangrentarse, provincianizarse, y, en resumidas cuentas, pasar de Jorge Luis Borges a los piqueteros.
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