Hoy, en su conocida columna Piedra de Toque, Mario Vargas Llosa -a propósito de su viaje por el Congo para ambientar su nueva novela- describe, acaso esta vez con sorpresa, parte de aquel mundo -o inframundo- que es hoy el Congo. Para VLL, en la ciudad de Boma, sus habitantes viven en "una ficción, ni más ni menos que los personajes de la novela de Juan Carlos Onetti, El astillero". Aquí un extracto de El archivista y los empleos imaginarios:
En la ciudad de Boma, capital de este inmenso país cuando se llamaba el Estado Libre del Congo y era propiedad privada del Rey de los Belgas, Leopoldo II, el señor Placide-Clement Mananga está entregado a luchar a favor de la civilización y contra la barbarie. Esta, para él, no tiene la cara atroz de las violaciones, las matanzas, las epidemias y el hambre que adopta en otras regiones de su país, sino la del olvido. Monsieur Placide estuvo cuatro años de joven en un seminario católico, preparándose para ser cura. Pero el régimen de vida era muy severo y desistió. (...) El amor de Monsieur Placide por la historia no es arqueológico, está cargado de preocupación por el presente. "Conociendo nuestro pasado", dice, "entenderemos mejor por qué anda el Congo como anda y será más fácil atacar el mal en sus raíces."Es un hombre suave, muy delgado, servicial, tímido, de maneras elegantes. Tiene un puestecillo menor en la Alcaldía y desde hace tiempo recolecta todos los papeles viejos, documentos, revistas, recortes de periódicos, cartas, que tienen que ver con Boma. Junto a su escritorio, apilados en el suelo, están esos materiales que serán algún día el embrión del Archivo Histórico del lugar. Paso un largo rato, distraído del calor pegajoso y las moscas indolentes, examinando legajos, silabarios y catecismos de la época colonial, manuales de buena conducta para señoritas, partidas de defunción, ordenanzas donde se clasifica a los indígenas por razas, etnias y domicilio, carteles con las prohibiciones que se colgaban en el barrio de los colonos y en el de los nativos en esos años en que desembarcaron aquí los europeos, con el fin, según el acuerdo de Berlín de 1885, de acabar con la trata de esclavos y civilizar al país usando el comercio libre para abrirlo al mundo y hacerlo prosperar. Nada de eso hicieron. Cuando, en 1960, el Congo se independizó, no había un solo profesional congoleño y la esclavitud, aunque encubierta, todavía existe. El comercio jamás fue libre, sino un monopolio de la potencia colonial, que, antes de irse, exprimió sin misericordia sus recursos y sus gentes.Monsieur Placide es un libro de historia viviente y recorrer Boma con él es ver transformarse este pueblo pobre, abandonado y triste, en la activa y variopinta aldea de sus orígenes, cuando, a fines del siglo XIX, los despistados belgas encargaron a constructores alemanes la edificación de estas casas cuadradas, de dos pisos, de madera de pino traída de Europa y de planchas metálicas, que debían convertirlas en hornos a la hora del sol. Todavía están aquí, ruinosas pero en pie, con sus pilotes de piedra, sus largas terrazas, barandas y ventanas enrejadas y sus techos cónicos, formadas en hilera frente al río.(...) En el primer piso de esta casa que parece a punto de deshacerse como una momia milenaria, Monsieur Placide nos conduce a una habitación desnuda, en la que hay solo dos mesitas, con dos mujeres sentadas ante ellas. No sin cierto orgullo, nos dice: "Esta es la Biblioteca de Boma". Nos presenta a la Bibliotecaria y su ayudante. Pero ¿y los libros? No hay uno solo. Nos explican que están guardados en cajas, en distintos depósitos, pero que, algún día, se construirán estantes y los libros serán traídos aquí y esta habitación se llenará de lectores. Entretanto, la Bibliotecaria y su asistente vienen puntualmente a sus puestos de trabajo, donde pasan las ocho horas reglamentarias. Tienen un sueldo, sin duda, tan fantasmal como los libros que administran. No es esta mi primera experiencia con los trabajos imaginarios del Congo. La Biblioteca de Boma no es una excepción. Se trata también de una epidemia, pero, a diferencia del cólera o el paludismo, benéfica. Dos días atrás, en Matadi, a 130 kilómetros río arriba, visité la Estación del Ferrocarril construido por Stanley, sólido e imponente edificio amarillo donde una gran placa anuncia que de aquí partió el primer tren hacia Kinshasa (que entonces se llamaba Leopoldville) el 9 de agosto de 1877. El local está muy activo. Un destacamento policial cuida las instalaciones y hay un jefe de estación a quien diviso en su oficina, con una gorrita y un guardapolvo que deben ser del uniforme. En las oficinas conté hasta una veintena de personas, hombres y mujeres, sentados en escritorios, abriendo y cerrando cajones, ordenando estantes. Había, incluso, empleados atendiendo en las boleterías. Unos pizarrones indicaban las horas de salida de los trenes y las estaciones en que hacía escala el que iba rumbo a Kinshasa. Pero, el último tren que partió de aquí lo hizo hace ya muchos años (nadie quiso o supo decirme cuándo). Todos vivían una ficción, ni más ni menos que los personajes de la novela de Juan Carlos Onetti, El astillero. Van a trabajar a diario, llenan formularios, tarjetas, actualizan los informes, descansan los domingos. (...) Poco a poco descubro que el Congo entero está atiborrado de ficciones semejantes. Sin ir más lejos, el Aeropuerto Internacional de Kinshasa tiene toda un ala, cuyas compañías han desaparecido, y sin embargo los empleados siguen yendo a ocupar sus puestos, mañana y tarde, como antaño. (...) Pero, no hay nada primitivo sino una conducta altamente civilizada en este recurso a la ficción con que millares de congoleños siguen yendo a trabajar, aunque sepan perfectamente que esos trabajos ya no existen. (...)Pero, seguir yendo a sus puestos, contra todo realismo, es una manifestación de esperanza, una manera de resistir la desesperación, de proclamar a los cuatros vientos que hay un futuro, que la vida --el trabajo-- volverá a renacer y que el desgraciado país que es el suyo resucitará de sus cenizas, como un Ave Fénix.(...) Cuando la realidad se vuelve irresistible, la ficción es un refugio. Por eso existe la literatura, esa escapatoria de los tristes, los nostálgicos y los soñadores. Los congoleños no la leen, la viven.
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