17 noviembre, 2008

Dos de Vargas Llosa

(1841 -1904)

Ayer, en El Comercio, aparecieron dos textos muy significativos de Mario Vargas Llosa. El primero, a raíz de su viaje por el Congo por lo de su nueva novela, es una estremecedora descripción de cómo se ve el Congo actual y -sobre todo- una semblanza al primer explorador que se adentró en el corazón de la tinieblas: El inglés Henry Morton Stanley . Stanley por los suelos:

Entre todos los grandes exploradores británicos del siglo XIX, Stanley (el primer europeo en esas tierras, fundador de la ciudad, a la que puso el nombre de Leopoldville, en 1881) es el que más se parece a los héroes de la novela picaresca. Su biografía es casi imposible de establecer por la miríada de fabulaciones con que la disfrazó. Durante buena parte de su vida se hizo pasar por estadounidense pero era británico, pues había nacido, en 1841, en el pueblecito galés de Denbigh, de madre soltera y padre alcohólico. Pasó su infancia en un hospicio y, de adolescente, se las arregló para llegar a Nueva Orleáns, donde un hombre de negocios, Henry Hope Stanley, le tomó cariño y lo ayudó. Adoptó entonces el nombre de Stanley, pues el suyo era John Rowlands. Luchó en ambos bandos en la guerra civil norteamericana y luego hizo carrera de periodista cubriendo las contiendas de 1860 entre los indios y los pioneros que extendían la frontera del Oeste. Gracias a esas crónicas lo contrató "The New York Herald", que lo envió de corresponsal con una fuerza expedicionaria inglesa desplegada en Abisinia, donde consiguió muchas primicias para su periódico.
Pero su fama vino con su expedición de 1871-1872 en busca de otro famoso explorador, el médico y misionero doctor Livingstone, que andaba desaparecido por el África Oriental desde hacía cinco años. Stanley lo encontró, en noviembre de 1871, en el pequeño asentamiento de Ujiji, a orillas del lago Tanganika, y se dirigió a él con la pregunta que se volvería mítica: "Doctor Livingstone, I presume?". Estuvieron cuatro meses juntos, pero Livingstone se negó a regresar a Inglaterra y falleció en África, de 60 años, a orillas del lago Bengwelu. Stanley, que se hizo rico y célebre con esta proeza, realizó otra todavía mayor en 1874, cruzando todo el Congo hasta la desembocadura del río de este nombre en el Atlántico. Entonces, Leopoldo II lo contrató y el galés se convirtió en un instrumento neurálgico de las ambiciones coloniales del soberano belga. Lo ayudó a sentar las bases del Estado Libre Asociado del Congo, construyendo caminos, tendiendo los rieles del ferrocarril entre Boma y Kinshasa y firmando "contratos" con los jefes y caciques de las tribus de orillas del gran río en los que estos cedían sus tierras al "rey civilizador" y se comprometían a darle hombres para que trabajaran en las obras públicas así como en la extracción del caucho, las pieles y el marfil. Entre todos los sistemas coloniales montados por Europa en el África, el del Congo fue el más inhumano: el primer genocidio del siglo veinte.
Curiosamente, ni en Kinshasa, ni en las localidades del Bajo Congo --Matadi, Boma y Mbanza Ngungu--, ni en el extremo oriental del país, la región de los Kivu, escuché palabras de rencor contra Stanley. Por el contrario, en muchos sitios me hablaron de él con simpatía, como de una gloria nacional. En Matadi, un funcionario de una (imaginaria) oficina de turismo me llevó a ver, en las afueras de la ciudad, en un codo del río, el lugar donde estuvo la choza donde vivió Stanley y el primer embarcadero que construyó. En Boma, todos los lugareños señalan al forastero cómo llegar al gigantesco baobab, de cientos de años de existencia según la voz popular, en el que el explorador excavó un refugio, que fue su casa y que todavía se puede visitar. Salvo a una persona --era un intelectual-- tampoco escuché en los quince días que pasé allá a ningún congolés despotricar contra los años coloniales y responsabilizarlos de las miserias y padecimientos que sufre el país. ¿Generosidad y grandeza de espíritu? Tal vez, o, acaso, un presente tan terrible que ha borrado de la memoria colectiva las atrocidades del pasado.(...) todo el Congo da la impresión de haber sido víctima de un cataclismo. Las notas de color y alegría las ponen los vestidos de las mujeres, amarillos, azules, verdes, floreados, las sombrillas de colores con que se protegen del sol y la airosa manera del caminar de las muchachas que llevan bultos y canastas en las cabezas. Van como deslizándose sobre las pistas arenosas, la cabeza en alto, erguidas, y hay en su andar, en su soltura y su elegancia, una bocanada de vida entre tanta ruina, miseria y desperdicios.



El segundo es una sopresa que aparece en El Dominical. Tres fragmentos de su más reciente libro El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, su reciente estudio acerca del escritor uruguayo. Juan Carlos Onetti, héroe de la ficción:

Al terminar la reunión del PEN algunos participantes fuimos invitados a hacer una gira por Estados Unidos y tuve la suerte de formar parte del grupo en el que estaban Martínez Moreno y Onetti. Era un viaje turístico, con visitas a museos, espectáculos y lugares históricos, en los que, por supuesto, Onetti se negó sistemáticamente a poner los pies. Permanecía encerrado en su cuarto de hotel, con una botella de whisky y un alto de novelas policiales, tan desinteresado del programa que uno se preguntaba por qué había aceptado aquella invitación.
Solo en San Francisco tuve ocasión de charlar con él un poco, en barcitos humosos y oscuros de los alrededores del hotel. Costaba trabajo animarlo a hablar, pero, cuando lo hacía, decía cosas inteligentes, eso sí, impregnadas de ironía corrosiva o sarcasmos feroces. Evitaba hablar de sus libros. Al mismo tiempo, detrás de esa hosquedad y esas burlas lapidarias, asomaba algo vulnerable, alguien que, pese a su cultura e imaginación, no estaba preparado para enfrentar la brutalidad de una vida de la que desconfiaba y a la que temía. Una noche en que hablamos de nuestra manera de trabajar, se escandalizó de que yo lo hiciera de manera disciplinada y con horario. Así, me dijo, él no hubiera escrito ni una línea. Él escribía por ráfagas e impulsos, sin premeditación, en papelillos sueltos a veces, muy despacio, palabra por palabra, letra por letra --años más tarde Dolly Onetti me confirmaría que era exactamente así, y tomando a sorbitos, mientras trabajaba, copitas de vino tinto rebajado con agua--, en periodos de gran concentración separados por largos paréntesis de esterilidad. Y allí pronunció aquella frase, que repetiría después muchas veces: que lo que nos diferenciaba era que yo tenía relaciones matrimoniales con la literatura y él adúlteras.* En aquella o alguna otra ocasión durante aquel viaje le pregunté si era cierto que a los escritores jóvenes que conseguían llegar a él a pedirle consejo les recomendaba leer los libros que él detestaba, para ponerlos a prueba, y él, sin negar ni asentir, sonrió feliz: «¿Eso dicen? Qué hijos de puta, che».
[*] Me consta que esta anécdota es cierta, pues yo mismo se la oí. Hay otras que se le atribuyen respecto a nosotros dos que es difícil saber si realmente ocurrieron o si forman parte de su mitología. Cuando mi novela "La casa verde" ganó el Premio Rómulo Gallegos, en 1966, y "Juntacadáveres" quedó finalista, dos novelas que giran sobre el tema del prostíbulo, habría dicho que era normal que ganara yo, porque mi burdel tenía una orquesta y el suyo no. Y a Ramón Chao, que lo entrevistaba para la televisión francesa y que miraba fascinado el único diente que le quedaba en la boca, Onetti le explicó: «En otro tiempo tuve una magnífica dentadura, pero se la regalé a Mario Vargas Llosa» (Ramón Chao, "Un posible Onetti". Barcelona Editorial Ronsel, 1994, p. 262). En la vida real, como delatan estas anécdotas, su humor solía ser más cálido y tierno que en sus novelas, donde rara vez se despojaba de un sustrato ácido y a menudo feroz.
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