07 septiembre, 2008

Meditaciones sobre el alma

Constantino Carvallo (1953-2008)

El suplemento cultural El Dominical viene, desde hace unas semanas (como lo anticipó Max Palacios en su bitácora), sufriendo una favorable transformación. El suplemento va tornándose plenamente literario gracias al aporte, como editor, de Fernando Ampuero (aunque me sigue pareciendo peculiar que él publique ahí mismo). Muestra de ello es la edición de hoy, que entre otras sorpresas (como la participación de Edgardo Rivera Martínez) trae una fragmento de un texto inédito del desaparecido Constantino Carvallo. El texto fue leído el 26 de junio del 2008 en el auditorio de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica durante el simposio: El cuidado del alma: cuestiones filosóficas en torno a la educación. El texto es una joya reflexiva para todos los educadores. Los dejo con el texto:

El cuidado del alma

Por Constantino Carvallo

No tengo, la verdad, una idea muy clara de qué sea el alma. Por alguna razón es una palabra que tiene un sonido y quizá un significado más hermoso que mente o que psiquis o que corteza cerebral y me parece más cercana, más propia, más encarnada, que la palabra espíritu. Alma es una voz que yo escuchaba con frecuencia cuando era niño. Por lo menos en mi infancia era una palabra que estaba allí y en contextos menos académicos que este. Mi profesor de tercer grado, por ejemplo, el gordo Cárcamo, me advertía a menudo mostrándome el filo de su larga regla: Carvallo, cállese o le voy a sacar el alma.
De modo que el alma era algo que, si bien uno tenía, no era una posesión segura y uno podía perderla en cualquier momento. Y no solo a punta de reglazos del finado Cárcamo, o de puñetes con los compañeros; también estaba el demonio tratando de negociar algo a cambio de nuestra alma. O esperando simplemente nuestra muerte tras una vida pecadora para llevarse al horno esta materia extraña que llevábamos dentro. La noción de pecado del alma tenía un oscuro sentido sexual. Mi madre, en esos inicios de los años 60 en que las mujeres no usaban pantalones, corregía a mi hermana sobre el modo correcto de cruzar las piernas porque cuando lo hacía, como a Sharon Stone, se le veía el alma. Era por supuesto un símbolo que representaba ese algo profundamente íntimo y oculto que nos habitaba.
El alma no era el yo. Era uno posesión del yo. Uno decía mi alma, alma mía, y le pedía al ángel de la guarda que la cuidase porque si bien estaba allí dentro, no era muy claro en qué lugar se hallaba.
Es curioso que esta misma distancia entre el yo y el alma se mantenga en ciertos modos de referirse a ella en segunda persona. Por ejemplo en Las Confesiones de San Agustín el alma es algo distinto al yo del que escribe. De hecho parece ser otra persona, un interlocutor. Así, por ejemplo escribe: "prosigue, alma mía, y presta mucha atención". Y también: "¡En ti, alma mía, mido yo el tiempo!". Y pregunta con perplejidad: "¿Pero cuál es la parte de sí que no contiene a sí misma?" Lo mismo ocurre en San Juan de la Cruz o en Edith Stein. Y también en ese bolero que por aquellos años escuchaba por la radio cantar a Libertad Lamarque y que se titulaba precisamente "Alma mía" y que decía así:
Alma mía Sola, siempre sola, Sin que nadie comprenda Tu sufrimiento. Tu horrible padecer.
En la hermosa novela de Paul Auster La invención de la Soledad el personaje, que es él mismo, no logra entrar en una sincera investigación de sí mismo y de las relaciones con su padre. Y el propio escritor cuenta que solo pudo escribirla cuando encontró la expresión de Rimbaud: Yo es otro. Está en una carta de Arthur Rimbaud a Georges Izambard, fechada el 13 mayo 1871 y dice textualmente: "Nos equivocamos al decir: yo pienso; deberíamos decir: Alguien me piensa. Perdón por el juego de palabras. Yo es otro".
Esta misma expresión la ha tomado hace poco Bob Dylan en su libro titulado Crónicas, allí dice: "Por si esto no bastara, Suze me introdujo en la obra del poeta simbolista francés Arthur Rimbaud. Aquello fue muy importante para mí. Me crucé con una de sus cartas llamada Yo es otro. Al leerla sonaron campanas. Tenía perfecto sentido. Ojalá alguien me lo hubiera mencionado antes".
Ese otro que está en mí, que soy y no soy yo, que lo vivo y que me vive, es lo que quiero llamar ahora el alma. En cierta manera, al ser un otro, mi alma puede serme algo lejano, desconocido, desconcertante. En el mandato socrático "conócete a ti mismo" se encuentra ya esta distinción extraña entre lo que uno es y lo que desconoce que en verdad es. Como si una duplicidad algo esquizofrénica fuera la característica de la naturaleza humana. ¿Cómo puedo desconocer lo que soy? ¿Cómo es posible que ignore mi propio ser con el que convivo sin tregua día a día? Y, extrañamente, mi alma, lo que no conozco, tiene mayor autenticidad, es más real y se aproxima mejor a lo que soy que todo aquello que yo pienso de mi mismo.
Incluso puede decirse que, como en el caso de San Agustín, la confusión respecto a quién soy y a cuáles son mis motivos para actuar, puede dominarme de tal modo que yo sea, lejos de mi alma, un extraño para mí propio ser. Enajenado es el término apropiado. ¿Es posible que, sin saberlo, sea ajeno de mí mismo? Que mientras hablo, río y me afano no sea yo mismo y que una parte de mí permanezca oculta tras la máscara de mi persona, y que esto que no logro encarnar sea la parte más esencial, más autentica, mi alma. Eso dicen los versos de Thomas Browne: "Vive un hombre en mi interior que es contrario a mi vivir". Y también esos versos de Octavio Paz:
"De una máscara a otra Hay siempre un Yo penúltimo que pide. Y me hundo en mí mismo y no me toco".
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