05 junio, 2008

Anotaciones de Borges


Ayer Alberto Rojo, en la sección Contratapa del diario Crítica de la Argentina, publicó una crónica acerca de su visita a la Biblioteca Nacional de ese país, buscando las anotaciones de Borges en libros que leyó mientras era bibliotecario. Aquí se las dejo:
.
Entré en la Biblioteca Nacional buscando una clave y me fui con muchísimo más. Mi intención era rastrear anotaciones de Borges en libros que leyó mientras era bibliotecario. José Edmundo Clemente había intentado disuadirme insistiendo con que Borges jamás anotaba en libros de la Biblioteca. De modo que decidí convencerme por mí mismo. O quizás refutarlo descubriendo algún comentario o nuevo indicio de influencias y así saber (por un momento al menos) algo sobre Borges que nadie sabe. Me impulsó además el vago recuerdo de un comentario de Alejandro Vaccaro sobre un proyecto de estudio sobre libros con anotaciones de Borges.
Me interesaba en particular el Tertium Organum, de Peter D. Ouspensky, cuyo esoterismo es el germen de alusiones científicas borgeanas, y quizás de su defensa de conjeturas insostenibles. Busqué en las computadoras del quinto piso (de las ocho andaban cuatro) y me subió un poco el pulso al comprobar que, entre varias ediciones en castellano relativamente recientes, estaba la traducción al inglés, del 39, de Claude Bragdon. Bragdon es el autor de ABC de la cuarta dimensión, que empieza: “La línea […] producida por la traslación de un punto, contiene un número infinito de puntos. El cuadrado […] producido por la traslación de una línea […] contiene un número infinito de líneas…”. El comienzo, coma más coma menos, es el mismo que el de El libro de arena. Pero a Ouspensky Borges le debe más.
Anoté mi pedido y esperé unos minutos a que mi nombre apareciera en unos televisores indicando que el libro estaba en el mostrador. Dejé mi mochila en un locker y entré con mi laptop y mi Moleskine. En una de las mesas cerca de los grandes ventanales apoyé el libro bajo una de las “lámparas estudiosas”. Lo abrí con cuidado. Tenía un sello rojo, circular: “Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 20 de marzo de 1941”. Lo fui recorriendo, hoja por hoja, prestando atención en los lugares clave. El libro estaba en perfecto estado.
Página 108, segundo párrafo: “el animal no está en una posición para entender que el sol es el mismo ayer que hoy”. Compárese con “Funes el memorioso” (de 1942), a quien “le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviese el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”. Pero no había anotaciones.
Página 122: “Nuestro lenguaje es absolutamente inadecuado para la expresión espacial de las relaciones temporales. […] El lenguaje para la transmisión de las nuevas relaciones temporales debe ser un lenguaje sin verbos”. Y en “Tlön Uqbar Orbis Tertius” (cuyo título alude al de Ouspensky), el mundo “no es un conjunto de objetos en el espacio… Es sucesivo, temporal, no espacial”. En el hemisferio sur no hay sustantivos. En el hemisferio norte “la célula primordial no es el verbo sino el adjetivo monosilábico”. Tampoco había anotaciones.
Pero más adelante, antes de llegar al momento en el que Ouspensky habla de objetos que pueden existir fuera del tiempo y el espacio, y así ocupar el mismo lugar y existir simultáneamente (la idea está en “El jardín de senderos que se bifurcan”, en El Aleph, en sus tigres que son simultáneamente todos los tigres, y luego en la física cuántica) apareció el milagro: casi adherida a la página, una hoja de cuaderno, de papel cuadriculado, con la caligrafía de Borges. Me faltó el aire. Miré alrededor. Nadie me miraba. Era un soneto perfecto, inolvidable, sobre el amor, el tiempo y la memoria, con la precisión y la música del mejor Borges. ¿Y ahora que hago?, me dije. ¿Cuántas hectáreas de soja puede valer en Christie’s un manuscrito inédito de Borges? ¿Lo publico como propio? ¿Lo conservo como herencia ilícita para mis nietos? Releí el soneto hasta memorizarlo. Lo despegué con furtiva cautela y lo metí dentro del cuaderno.
¿Quién fue el último en consultar este libro?, pregunté en el mostrador. “No guardamos esa información” contestó el empleado. Saqué la mochila del locker y bajé las escaleras en un estado casi alucinatorio. En Café del Lector, donde hay WiFi, puse el texto en Google y en la base de datos de mi universidad. El poema no existía. Encargué un cortado y en el momento en que la moza lo puso en la mesa, empezó a diluviar sobre Buenos Aires. Era el miércoles 21 de mayo de 2008.
Miré la lluvia mientras repetía el texto del soneto en voz baja, degustándolo, haciéndolo mío. Entonces descarté lo obvio y elegí el más egoísta y simple de los caminos de posesión: la exclusividad de la memoria. Saqué el soneto del cuaderno, lo apoyé en la mano, salí a la plaza y lo expuse a la lluvia. La tinta se desvaneció rápido y el papel, ya frágil y quebradizo, se disolvió en el agua.

No hay comentarios: