Ambiguo destino el de los escritores-personaje: ser más recordados que releídos. Entre sus novelas, mi preferida sigue siendo El viejo y el mar. Desde un punto de vista histórico, Por quién doblan las campanas ha envejecido rápido. Aunque, curiosamente, sus mezclas entre inglés y español anticiparon la realidad de su propio país. Sus elusivos cuentos se postulan como eslabón perdido entre Chéjov y Carver, dos narradores asociados con excesiva ligereza. Más que “Los asesinos”, cuya interrupción me parece tramposa, elegiría como modelo de elipsis “Un lugar limpio y bien iluminado”. Pieza maestra que ilustra la potencia de la quietud y el misterio de la ausencia. Raro mérito en alguien tan movedizo y presente. En lo personal, Hemingway me resulta antipático. Su figura sintetiza varias poses dañinas de la literatura del siglo pasado: la autodestrucción elevada a mérito estético; la exhibición grotesca de la hombría; la militancia sobreactuada y sus contradicciones. Como apoyar la República española, pero silenciar las purgas que los soviéticos ejecutaron dentro del bando republicano (incluyendo al traductor de su amigo Dos Passos), para finalmente convertirse en huésped asiduo de la España franquista. Esclarecedor al respecto es el ensayo Enterrar a los muertos, de Martínez de Pisón. Hace poco, La Compañía publicó un libro de cuentos de William Goyen titulado La misma sangre. Esther Cross, su espléndida traductora, cuenta que el autor aprendió a tocar el piano con un teclado de cartón. La música para él, como para el pianista de Polanski, era imaginaria. Por eso escribir un cuento era “cantar una canción”.
A Goyen, proveniente de una ruda familia sureña, Hemingway le parecía “uno de esos brutos que conocí en Texas, de los que quería escapar”. La diferencia entre ambos no es el pacifismo sino la voz. Algunos escritores, como Hemingway, narran a puño cerrado. Otros, como Goyen, prefieren contar de oído.
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