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Cuando vi la última entrega de Batman, a parte de quedar complacido con la extraordinaria actuación del Guasón (Heath Leadger), quedé impresionado de como una moral se corronpía para dar paso al que luego sería Dos caras. El Dos caras de la ficción, es un hombre que ante la terrible rotura espiritual de su persona (pierde a la mujer que ama, queda desfigurado y con sed de vengaza) vuelca su odio contra todos. Esa alegoria del ser híbrido, mitad bondad mitad maldad, una especie de Dr Jekyll y Mr. Hyde, me ha parecido siempre un aspecto muy subyacente en todas las personalidades. Hay momentos en que somos Jekyll, y otras en que somos Hyde. Sin embargo, en el mundo real, lejos de la ficción -acaso superándonla-, algunos hombres realizan acciones solo mostrando el lado sano de su rostro. Hasta esperar el día, no muy lejano, en que giren a un lado, y podamos apreciar sus facciones carcomidas por el fuego de su crueldad. Eso quizá sucedió, como lo cuenta Vargas Llosa en su Piedra de Toque, con Leopoldo II. Este "convirtió a Bélgica en una gran potencia colonial sin disparar un solo tiro". Solo disfrazando su terrible lado genocida, con una máscara de humanismo desmedido. Un dato más para pensar: Vargas Llosa, a propósito de su viaje por el Congo para documentar su nueva novela cuyo título provisional es El Sueño del Celta, desde su columna quincenal, parece ir dándonos el contexto en que ésta última se desarrollará, además de los personajes que quizá aparezcan en la misma. Ahí están, para citar dos ejemplos, sus artículos, primero, sobre el inglés Henry Morton Stanley (uno de los primeros exploradores de aquella región), segundo, sobre los trabajos imaginarios del Congo. Ayer le tocó el turno a Leopoldo II y a toda su maquinaria colonizadora (o exterminadora). La aventura colonial:
Durante muchos siglos, la empresa colonial fue transparente: un país, aprovechándose de su fuerza, invadía a otro más débil, se apoderaba de él y lo saqueaba. Nadie ponía en cuestión semejante estado de cosas porque se trataba de algo que se venía practicando desde la noche de los tiempos y todos, colonizadores y colonizados, aceptaban o se resignaban a esta cruda realidad como a una fatalidad inevitable, consustancial a la historia. El descubrimiento y conquista de América por los europeos introduce una importante variante. Por primera vez y por razones religiosas el colonizador se interroga a sí mismo sobre la justicia de la empresa colonizadora y, en acalorados debates de juristas y teólogos, se arma de razones, humanas y divinas, para justificar sus conquistas. Desde entonces, sin dejar de ser lo que fue siempre, es decir, un acto de fuerza y de rapiña, la colonización se atribuye a sí misma una misión evangelizadora y civilizadora: desanimalizar a quienes viven en estado feral y humanizarlos gracias al cristianismo y a la cultura occidental que aquel inspira. (...) Sin embargo, en el siglo XIX, las empresas coloniales europeas en el África y el Asia olvidan casi este prurito de justificación religiosa y moral e invaden y ocupan territorios, que empiezan a explotar de inmediato, sin otra explicación que la necesidad de proveerse de materias primas, ampliar sus mercados o contrarrestar el crecimiento y poderío de los imperios rivales. Cuando Hitler, en "Mi lucha", explica que en el programa del Partido Nacional Socialista figura en lugar prominente la adquisición, por las buenas o las malas, de colonias para instalar los excedentes demográficos del pueblo alemán, no hace más que poner sobre papel lo que casi todas las grandes potencias europeas habían venido haciendo, cierto que sin decirlo con tanta claridad, desde el siglo XV. La excepción era la pequeña Bélgica, país más bien reciente y, ay, sin colonias. Esta condición entristecía y desmoralizaba a su soberano, Leopoldo II, cuya energía, ambiciones y sobresaliente inteligencia desbordaban por los cuatro costados las fronteras del diminuto reino que le había asignado la providencia. Entonces, él, sin amilanarse, se dio maña para conseguir mediante la astucia, la paciencia, la intriga y la diplomacia lo que los grandes países colonizadores habían logrado a través de los ejércitos y la matanza. Por increíble que parezca, Leopoldo II convirtió a Bélgica en una gran potencia colonial sin disparar un solo tiro. Para ello, primero, en un trabajo diligente y genial que le tomó muchos años, se fraguó una imagen de monarca humanitario, altruista, condolido por la suerte de los salvajes y paganos de este mundo, que sedujo a la opinión pública de Europa y de Estados Unidos. Invirtiendo en ello el dinero de su reino y el suyo propio, fundó asociaciones benéficas y centros para combatir la esclavitud que hacía estragos en el África Occidental, costeó el viaje de misioneros a esas regiones bárbaras, impulsó investigaciones, estudios y publicaciones sobre las condiciones de vida de las tribus africanas que todavía practicaban el canibalismo y eran diezmadas por los traficantes árabes que, partiendo de la isla de Zanzíbar, practicaban la trata, y peroró sin tregua, en orquestadas manifestaciones públicas, exigiendo a las grandes potencias que intervinieran para poner fin a aquella lacra indigna que era el comercio de carne humana en los mares del mundo. La campaña dio el resultado que esperaba. En febrero de 1885, catorce naciones reunidas en Berlín, y encabezadas por Gran Bretaña, Francia, Alemania y Estados Unidos, le regalaron a Leopoldo II, a través de la asociación que él había creado para ello, todo el Congo, un inmenso territorio de más de un millón de millas cuadradas, es decir unas ochenta veces el tamaño de Bélgica, para que "abriera ese territorio al comercio, aboliera la esclavitud y cristianizara a los salvajes". No había un solo africano presente en aquel congreso y no hay un solo indicio de que alguien en Europa o Estados Unidos --político, periodista o intelectual-- se preguntara siquiera si era aceptable que la suerte de ese inmenso país fuera decidida de este modo, por catorce naciones advenedizas, sin que un solo congolés hubiera sido siquiera consultado al respecto.Seguro de lo que iba a ocurrir en el congreso de Berlín, Leopoldo II ya se había adelantado, desde un año antes, a operar en el territorio que de la noche a la mañana lo convirtió en el amo de un formidable imperio. Para ello había contratado al célebre explorador galés-norteamericano Henry Morton Stanley, el primer europeo en recorrer los varios miles de kilómetros del río Congo, desde sus nacientes, en el África Oriental, hasta su desembocadura en el Atlántico. (...) A diferencia de otras colonizaciones, en que los invadidos resistieron de alguna forma al colonizador y le infligieron algunos daños, en el Congo prácticamente no hubo resistencia. Los congoleses no tuvieron tiempo ni posibilidades de resistir a un sistema que cayó sobre ellos --una miríada de culturas y pueblos desconectados entre sí-- como una malla inflexible en la que perdieron, desde el principio, toda libertad de iniciativa y movimiento, y en el que fueron sometidos a una explotación inicua, las veinticuatro horas del día, hasta su extinción. Los castigos, para los recolectores que no entregaban el mínimo exigido de látex, eran brutales. Iban desde los chicotazos hasta las mutilaciones de manos y pies --a las mujeres y a los niños primero, y luego a los propios trabajadores-- hasta el exterminio de aldeas enteras, cuando se producían fugas masivas o aquellas comunidades no cumplían con la obligación de alimentar a sus verdugos como estos esperaban. Hace un año que leo testimonios diversos --de misioneros, viajeros, aventureros o de los propios colonos sobre estos años del Congo-- y todavía no me cabe en la cabeza que fuera posible una monstruosidad tan atroz, un genocidio en cámara lenta semejante, sin que el mundo llamado civilizado se diera por enterado. Cuando aparecen las primeras denuncias en Europa, por boca de pastores bautistas norteamericanos, hay una incredulidad general. Y los plumíferos alquilados por Leopoldo II actúan de inmediato en la prensa hundiendo en la ignominia a aquellos denunciantes y llevándolos ante los tribunales por calumnias . Durante un cuarto de siglo por lo menos el Congo fue desangrado, esquilmado y destruido en una de las operaciones más crueles que recuerde la historia, un horror solo comparable al Holocausto. Pero, a diferencia de lo ocurrido con el exterminio de seis millones de judíos por el delirio racista y homicida de Hitler, ninguna sanción moral comparable a la que pesa sobre los nazis ha recaído sobre Leopoldo II y sus crímenes, al que muchos europeos, no solo belgas, todavía recuerdan con nostalgia, como un estadista que, venciendo las limitaciones que la historia y la geografía impuso a su país, hizo de Bélgica por unos años un país imperial. La verdad es que detrás de la behetría y las violencias en que se debate todavía ese desdichado país se delinea la mortífera sombra de ese emperador que conquistó el Congo sin disparar un solo tiro y consiguió en menos de veinte años aniquilar a por lo menos diez millones de sus súbditos africanos.
Otro dato: Para quien crea que el tema del Congo es una nueva pasión Vargasllosiana se equivoca. Antes, en el primer ensayo de La verdad de las mentiras (Alfaguara) dedicado a El corazón de la tinieblas de Joseph Conrad, Vargas Llosa le dedica un acápite a Leopoldo II y a su despiada ambición.
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