22 diciembre, 2008

Los ochenta años de Nadja

.............................................................Hay que vestir los vicios de uno como un manto real
..............................................................Sin prisa
.......................................................................................................................CÉSAR MORO


“La belleza será CONVULSIVA o no será”. Con estas palabras concluye, acaso la mejor obra de André Breton: Nadja. Pero, ¿qué es eso de la belleza convulsiva? Quizá una belleza, como lo dicen las bases del surrealismo, libre de todo control de la razón y de preocupaciones estéticas o morales. ¿Qué es?
Había —o hay— que soñar para ser un surrealista. Ese es mi primer balance. El automatismo era el mejor medio para aquella “escritura libre” de las ataduras de la razón. Pues ella, constreñía al artista a pensar en su arte, por tanto, este no emanaría aquello que solo en un estado —acaso— sonambulesco podría brindar.
“La originalidad de toda ficción consiste —aunque parezca una tautología— en ser ficticia, es decir, en no parecerse a la realidad en la que vivimos, en emanciparse de ella y mostrar aquella que no existe y que, por no existir, soñamos y deseamos” (La verdad de las mentiras, Alfaguara, 2005). Y claro que Breton mostró aquello que soñó. Que duda cabe, comulgando con Vargas Llosa, que Nadja es un ejemplo vivo de una buena ficción.
Aunque desconozco cómo fue el proceso creativo de Nadja, sabemos que Breton no recreó —a la mujer de carne y hueso—, la inventó. Pues si solo se satisfacía con narrar aquellos encuentros con esa mujer, Breton hubiera cometido un acto sacrílego para un surrealista —para el padre del movimiento— como el de ser un mero descriptor de los hechos. Un cronista que no desea que pase inadvertido aquel suceso de su vida. Por ello, atiborró de una “abundante ilustración fotográfica [que] tiene por objetivo eliminar toda descripción” (Nadja, Editorial Joaquín Motriz, 1963).
Él y los surrealistas, ridiculizaron la descripción —connatural a la narrativa—, por tanto, su género de batalla fue la poesía. Pero ésta no cumplía la labor que sí cumple la novela. Aquella es belleza —convulsiva—, ésta es poderosa por naturaleza. En la novela entra de todo, pero principalmente, una novela es grande porque sugiere. Y no cabe duda de que Nadja solo sugiere.
Aún intento imaginármela, con sus ropas desvencijadas, caminando por las calles de París. Y es que el recuerdo aún es cercano. Hace unos días pude conseguir y leer Nadja, y el recuerdo de esa lectura entre sueño, cansancio y alucinación, sin haber estudiado para mis últimos finales universitarios, fue algo gratificante que jamás una buena nota —y en realidad fue una baja nota— podrán repetir. Sabiendo además, que este año la novela cumplía ochenta años de publicada, y que —curiosamente— concluía su narración en el mes de diciembre. Muchas gratificantes coincidencias.
La novela inicia con el cuestionamiento del narrador: ¿Quién soy? Y sí, ¿quién es? O mejor dicho ¿Quiénes somos? Acaso en ese mundo —en este mundo— llegamos a saber quienes somos. Por eso el narrador —que lleva el mismo nombre que el autor y no por esto deba entenderse que el texto es meramente autobiográfico— nos plantea que su designio solo es contar los episodios más notables de su vida: “tal como yo la puedo concebir fuera de su plan orgánico”( Nadja, Editorial Joaquín Motriz, 1963). No su vida, sino aquellos momentos al lado de Nadja —nombre en ruso que es el principio de la palabra “esperanza” —.
A lo del narrador, Vargas Llosa plantea una acertada solución: “Lo sepa o no, lo haga deliberadamente o por simple intuición, el autor de una novela siempre inventa al narrador, aunque le ponga su propio nombre y le contagie episodios de su biografía” (La verdad de las mentiras, Alfaguara, 2005). Cosa que sucede también —aunque guardando las distancias—en El cuerpo de Giulia-no de Jorge Eduardo Eielson. En ésta, el personaje lleva el nombre del autor, pues es su alter ego.
Sucede lo mismo en Nadja. El Breton que nos cuenta sus encuentros con aquella mujer “frágil que diríase que, al andar, apenas roza el suelo con los pies”, no es el mismo que firma el libro, es su alter ego. Es el Breton de su inconsciente que ve la luz en las sesiones de escritura.
Nadja llega a él un 4 de octubre de 1926, mientras caminaba por la calle Lafayette. De esa relación de conocerse o desconocerse, ella, negada por la suerte y el dinero, le brindará posibilidades o cuestionamientos a Breton. Lo hechiza y a su vez transforma la ciudad por donde caminan: “Tú escribirás una novela sobre mí”, y lo hizo.
Pero Nadja no solo se lo pidió, sino también le enseñó cómo: “…yo me hablo a mí misma de esta manera cuando estoy sola, y me cuento toda suerte de historias. Y no solamente historias fútiles. Vivo enteramente de esta manera”. A la frase, Breton en un pie de página, de la edición revisada de 1963, dirá: “¿No se llega aquí al último extremo de la aspiración surrealista, a su máxima idea límite?
Acaso por eso escribe la novela, porque Nadja —la de carne y hueso— aunque fugaz e ilusoria, pasó por la vida de Breton hipnotizándolo al punto tal, que para librar su inconciente de aquél ser, tuvo que sublimarla gracias a la escritura. No por ser demonio sino porque cuando se trata de ella el “fuego siempre retorna”.
Retomando mi pregunta inicial sobre ¿qué es eso de la belleza convulsiva?, Breton me da la respuesta: “Ella es como un tren que timonea en la estación de Lyon, pero yo sé que no partirá nunca, que no ha partido”. Y está ahí, esperando que cada uno la descubramos, como él a Nadja.

Chorrillos, 12 de diciembre de 2008

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