Como ya es de conocimiento, la semana pasada sonó con fuerza la iniciativa de una parlamentaria argentina -peronista- de repatriar los restos del célebre Jorge Luis Borges. Como era de esperarse, los más sensatos dieron el grito en el cielo, incluida la viuda de Borges, María Kodama, quien habló, por vía telefónica, con la mencionada parlamentaria para que dé marcha atrás a su proyecto, que alcanzó a incentivar a la mismisima Cristina Fernández de Kirchner, que deseaba, como algunos de los parlamentarios argentinos, darse un baño de cultura, a costa de los huesos de Borges. Vargas Llosa, acaso asqueado por los sucesos, en su último artículo de su Piedra de Toque, denominó lo acontecido con Borges como una “farsa elogiosa repugnante”. Lo que recalca Vargas Llosa -lo que es cierto además- es que, figuras de la talla de Borges, no le pertenecen a la Argentina. Mucho menos una figura como Borges -acaso uno de los escritores más cosmopolitas de la literatura- que se nutría de todo cuando podía -en cuanto cultura se trataba- para crear aquellos mundo fantásticos que se leen en sus maravillosos cuentos. Borges es del mundo (¡y punto!). Farsa elogiosa repugnante:
Uno de los más hermosos poemas que escribió Luis Cernuda se llama “Birds in the Night” y está dedicado a Verlaine y Rimbaud. O, mejor dicho, a la “farsa elogiosa repugnante” de que suelen ser víctimas, después de muertos, los poetas que, malditos y marginados en vida por sus malas costumbres, excesos, violencias y provocaciones, son luego convertidos en glorias nacionales. Celebrados por “embajadores y alcaldes”, merecen bustos y placas como la que el gobierno francés (“¿o fue el gobierno inglés?”) colocó en el número 8 de Great College Street, Camden Town, Londres, la modestísima casita donde por unas semanas el poeta borracho y cincuentón y el adolescente insolente y genial “vivieron, trabajaron, fornicaron” gozando de una libertad que pagarían luego carísimo. (...) Me trajo a la memoria este poema la noticia de que el gobierno argentino se proponía repatriar los restos de Jorge Luis Borges del cementerio de Plainpalais, en Ginebra, donde reposan —una linda y acogedora placita que tiene el semblante de todo menos de un camposanto— y llevarlos a Buenos Aires para enterrarlos en el pretencioso cementerio de La Recoleta. La idea, por lo visto, contaba con el apoyo de la propia presidenta argentina, la señora Cristina Fernández de Kirchner, y de su marido, el ex presidente Kirchner, que —es comprensible y en cierto modo inevitable— no querían perder la ocasión de darse un baño de cultura y popularidad presidiendo el fasto, en el que, quién lo duda, habría habido discursos, banderas, acaso cornetas, y adjetivos como “poeta ínclito”, “cuentista mágico” y “ensayista trascendental”. El proyecto fue presentado en el Congreso por la diputada peronista María Beatriz Lenz y como su partido tiene mayoría parlamentaria es seguro que hubiera sido aprobado: ¿cómo perderían la oportunidad esos legisladores, ellos también, de darse otro baño de cultura? De este modo, todo parecía bien encaminado para el gran esperpento: el cadáver de Borges elevado a los altares de la inmarcesible nación que le dio el ser por un gobierno que encarna de manera emblemática todo lo que la vida y la obra de Borges rechazan y escarnecen: la demagogia, el populismo, el mal gusto y la vulgaridad. María Kodama, la viuda del escritor, se opuso a la repatriación, alegando que Borges decidió al final de su vida, en plena posesión de sus facultades, marcharse de Argentina, para morir en Suiza, un país donde había vivido y estudiado de adolescente y al que guardó siempre mucho cariño. “En democracia —declaró— ninguna persona de ningún partido puede disponer, o intentar disponer del cuerpo de una persona, que es lo más sagrado, frente a otra que ha dado y sigue dando su vida por su amor”. María Kodama tiene toda la razón del mundo, desde luego, pero acaso dio muestras de excesivo optimismo calificando de “democracia” ese sistema sui géneris en el que, en cada elección, resultan disputando y repartiéndose el poder unas cuantas facciones y pandillas peronistas ante la lastimosa impotencia de la pigmea oposición. En todo caso, quedan en la patria de Borges bastantes argentinos cultos y decentes que apoyaron a María Kodama e impidieron que se llevara a cabo ese ultraje póstumo contra la figura intelectual más ilustre nacida en Argentina. En efecto, la diputada María Beatriz Lenz retiró su proyecto, al menos por ahora, pero no es imposible que alguien lo resucite en el futuro. (En el Perú, de tiempo en tiempo, algún diputado propone también repatriar los restos de César Vallejo). Es verdad que las circunstancias han hecho de Borges una “gloria nacional” porque ese es el destino que espera a todos los seres humanos que por su talento, sus virtudes, su genio, prestan un gran servicio a la humanidad en los dominios de las ciencias, las artes o las letras: ser inmediatamente nacionalizados y trasmutados en motivos de exaltación patriotera. En verdad, a los grandes talentos no los “producen” los países y, por eso, Borges no es un “producto” argentino. Resultó de una alianza casi indiscernible de ideas, imágenes, poemas, novelas, ensayos, sistemas filosóficos, teologías, procedentes de muchas lenguas y culturas, de la atmósfera estimulante de una familia, de un grupo de amigos y conocidos, pero, principalmente, de una disposición o don personal, exclusivo y único, para soñar, fantasear, asimilar las grandes creaciones literarias y ordenar las palabras del español en frases, páginas y libros de extraordinaria precisión e inusitada belleza. Y por esa razón, al igual que Shakespeare y Goethe y Cervantes y tantos otros eminentes creadores, Borges no pertenece a la Argentina sino a todos los que lo leen y se deslumbran con su imaginación, su cultura literaria, su elegancia, su ironía y su soberbia manera de utilizar nuestra lengua imponiéndole la exactitud del inglés y la inteligencia del francés sin que por ello pierda el bronco vigor de la lengua castellana. Borges se fue de su país porque, como les ocurre a muchos escritores con los suyos, estaba acaso asqueado con lo que allí ocurría, o simplemente harto de ser una “gloria nacional” (después de haber sido un ilustre desconocido hasta que Francia, Europa y los Estados Unidos hicieron saber a los argentinos que tenían un genio en casa) o porque, a la vejez, como dicen que hacen los elefantes cuando sienten que van a morir, quiso pasar la última etapa de su vida y morir donde había comenzado la vida que a él le importaba —la vida intelectual—: esa Suiza donde fue, o creyó ser, feliz, leyendo vorazmente, aprendiendo idiomas, y contrayendo, contagiado por los suizos, la sobriedad, la frugalidad, la corrección y la modestia que fueron rasgos permanentes de su vida privada. Fue una decisión perfectamente legítima y quienes de veras admiran a Borges —que no son los politicastros ignorantes, ni los gacetilleros semianalfabetos que se dan también baños de cultura traficando con los genios— deben acatarla. Era indigno alegar como argumento, para justificar la repatriación, una cita de Borges formulada en una entrevista de ocasión, según la cual quería ser enterrado en La Recoleta al igual que sus antepasados. ¿No se han enterado esas pobres gentes que los seres humanos, a diferencia de las piedras y los animales, cambian a veces de opinión? Si hubieran leído a Borges, sabrían que él lo hizo innumerables veces y sobre muchas cosas (aunque nunca por comodidad u oportunismo).La decisión que vale es la última que tomó. La que lo llevó, cuando era ya un anciano reconocido y festejado (pero devorado por la enfermedad) a dejarlo todo y, como lo hubiera hecho un adolescente letraherido, a empezar de nuevo, en un país donde sería siempre un desconocido, en aquella anodina, reprimida, políglota y próspera ciudad de Calvino donde, entre bibliotecas, aulas, libros e idiomas extranjeros, comenzó a ser Borges. Es un buen sitio para que descanse el más internacional y cosmopolita de los escritores que, vaya paradoja, fue también, de algún modo, un provinciano visceral, aquel fantaseador alucinado y erudito irreverente con la erudición, aquel viejo-niño tímido, y por momentos destemplado, que nunca maduró y por eso jamás se corrompió.
Ahora, díganme si no es genial este consejo (yo también pienso lo mismo):
Un consejo, amigos escritores: nadie puede poner lo que escribió a salvo de futuras manipulaciones, distorsiones y vejaciones. Pero sí es posible, en cambio, precaverse contra póstumas emboscadas como la que estuvo en marcha y felizmente fracasó contra los huesos del pobre Borges. Háganse incinerar y que esparzan sus cenizas en lugares inalcanzables, como el bosque o el mar. ¡Mil veces preferible alimentar a los peces o a los pájaros que a esos inescrupulosos caníbales que engordan con los despojos de los buenos escribidores!
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