21 febrero, 2008

Una nota sobre Chejov

El extraño caso del doctor Chejov
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Andaba por la web y me encontré con esta nota de fecha: Domingo, 24 de Febrero de 2002, publicada en http://www.pagina12.com.ar/. El artículo de Abelardo Castillo, aunque antiguo; nos informa que La Universidad Andrés Bello dio a conocer en castellano, una pieza teatral de Chejov llamada Platonov. Escrita por el autor de La gaviota antes de cumplir 21 años. Además de una semblanza de la obra del autor de El tío Vania. A continuación, fragmentos del artículo, rescatado de la memoria de largo plazo del ciberespacio:


La traducción castellana de esta obra “desconocida” de Chejov, Platonov o la pieza sin nombre, propone varias sorpresas, que paso a enumerar. No es en absoluto una pieza desconocida: es el vasto original que, adaptado para el cine como Pieza inconclusa para piano mecánico, filmara hace unos años Nikita Mijalkov. Lo que de hecho la convierte, para quienes nunca han leído a Chejov ni han visto una obra suya, en el texto más conocido del autor ruso, e, incluso, en el único conocido. Platonov, además, siempre tuvo nombre: Galina Tolmacheva la cita al pasar en su prólogo al Teatro completo de Chejov como Sin padres; y Olga Ulianova, su reciente traductora, afirma que en sus orígenes se llamaba Orfandad. Y aún otras dos sorpresas, para quienes la leemos por primera vez: es, quizá, la obra más notable del autor de El jardín de los cerezos, y, por si eso fuera poco, fue escrita cuando Chejov tenía entre dieciocho y veintiún años. Esta pieza monstruosa, irrepresentable por su complejidad y extensión, aunque también ha sido puesta en escena (en Rusia, seguramente con inevitables cortes) abarca más de doscientas páginas y no es en absoluto un texto inconcluso. Está perfectamente terminada en sus cuatro actos. Sus veintitantos personajes, además, cifran todos los temas que obsesionarían a Chejov en su breve carrera de dramaturgo y nos hacen sospechar que, de no haber sido vehementemente incomprendida por los directores y actores de su tiempo, habría bastado para revolucionar el teatro contemporáneo con unos cincuenta años de anticipación. También es lícito pensar que, sin este desdén por Platonov y sin el fracaso abrumador que tuvo la primera puesta en escena de La gaviota, Chejov sólo se habría dedicado a escribir teatro. Para Tolstoi sólo existían tres escritores en la literatura francesa: Stendhal, Balzac y Flaubert. “Agreguemos a Maupassant”, concedía a desgano. Y agregaba: “Pero Chejov es mejor”. Lo que suele ignorarse es que este hombre nunca se vio a sí mismo como un buen escritor sino como un buen médico y, puesto que no tenía más remedio que escribir, sólo deseaba ser autor de teatro. La relación de Chejov con el teatro es un malentendido perpetuo, una tragicomedia chejoviana. El propio Tolstoi, que lo admiraba por encima de Dostoievski y del resto de los escritores rusos, decía de Tres hermanas: “No comprendo las piezas de Chejov, a quien aprecio mucho como narrador. Chejov mismo se disculpaba de su teatro con mansa perplejidad: “Me salen no sé qué cosas raras” (palabras que también hubiera podido escribir Kafka). Su pieza Ivanov fue bautizada “Estupidov” en Rusia, y el clamoroso fracaso de La gaviota lo llevó a decir, en una carta: “He aquí la moraleja: no hay que escribir obras teatrales. Nunca jamás las escribiré ni las haré representar, así viva setecientos años”. También solía afirmar que, dada su mala suerte con el teatro, si se casara con una actriz seguramente ella pariría un puercoespín. Por supuesto, Chejov era tan imprevisible como sus personajes y se casó con una actriz, Olga Knipper. Escribió para ella El jardín de los cerezos, puercoespín de representación obligada desde hace cien años por todos los grandes teatros del mundo. Fue su gran éxito, pero le llegó unos meses antes de la muerte. Chejov estaba inventando sin saberlo algo que hasta allí no podía existir: un teatro absurdo a fuerza de ser real; un teatro patético, irresistiblemente cómico. Su única teoría estética era que sus personajes no debían ser actuados, sino vividos, sencillamente porque la verdadera vida es así: lo que más hace la gente es comer y hablar tonterías; no anda declarando su amor todo el tiempo o cortándose el pescuezo. Dicho con sus propias palabras: “Es preciso hacer una obra donde la gente entre y salga, coma y hable del tiempo, juegue a los naipes, que todo sea tan complicado y al mismo tiempo tan sencillo como en la vida. La gente come, no hace otra cosa que comer, pero mientras tanto va forjando su destino dichoso o destruyendo su vida”.Toda la primera escena realista de Platonov –una partida de ajedrez en la que mayormente se habla de comida- es teatro del absurdo, sólo que imaginado cuando nadie podía comprenderlo. Si la pieza que Mijalkov adaptó libremente para el cine se llama “inconclusa” no es porque el texto original esté incompleto, sino porque, esencialmente, falta allí el desenlace que escribió Chejov. La culminación de Platonov es tan sorprendente que, para tener una idea aproximada de su dificultad estética, habría que imaginar una obra empezada a escribir por Ionesco y acabada por O’Neill y Dostoievski.
Anton Chejov aprendió la irresistible fuerza de la vida humana, y su absurdo, entre sus enfermos terminales. Escribe en una carta: “Me acostumbré a ver gente que pronto moriría. Siempre me sentía algo raro cuando en mi presencia hablaban, sonreían o lloraban personas cuya muerte estaba cerca”. Llevó esta rareza a sus cuentos y a su teatro. ¿Qué es, por otra parte, cualquier hombre, sino eso? Una persona que va morir pero que sigue sonriendo, hablando de comida, jugando a las cartas, mientras forja en agonía su destino de dicha o de destrucción.
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