A veces, la literatura es prisma por el que se refractan muchos sucesos que la humanidad ha vivido o quizá vivirá. Pienso en La carretera de Cormac McCarthy y me da escalofrios. Las pandemias -en buena cuenta- han sido un tema recurrente desde el siglo VI, tal como lo demuestra el artículo de Patricia Suárez en Revista Ñ. "En algunas ocasiones, los escritos sobre catástrofes tienen el mero objeto de ser una crónica de los sucesos de un pueblo, pero en otros se convierten en verdaderas obras literarias". Las pestes narradas, en un repaso por grandes obras de la literatura:
Un escritor es como un perro al que le tiran un hueso. Acontecimientos históricos, situaciones dramáticas, revoluciones sociales, cataclismos y hasta la peste, lo estimulan a escribir. La peste -la pandemia- es un leit motiv sobre una situación límite: siendo como es, desastre de la Naturaleza, plantea una guerra al organismo y a la sociedad. Por una parte, las únicas y últimas armas con que cada persona cuenta para enfrentarla son las de su sistema inmunológico; y por otra exige a quienes gobiernan un pueblo, la información, solidaridad, medidas sanitarias y asistencia necesarias para sobrevivir. Un estado empestado, enfermo, es un estado de guerra, será la conclusión de Albert Camus en su novela La peste (1947). (...) Procopio de Cesarea, primer escriba o archivista del tiempo de Justiniano, registró en su Historia la primera pandemia de la que el mundo tiene conocimiento, que comenzó en el 540 d. Cristo y asoló el reino de Bizancio, diezmando su población en un 40%. Los síntomas que Procopio describe son propios de la llamada peste bubónica, aunque por ese entonces no se la definió así, sino que se la llamó -y así pasó a la historia- como la plaga justiniana. Nadie supo por qué remitió la peste, y la gente empezó a pensar en fenómenos cíclicos.Sin embargo la Peste con mayúscula, la que redujo a la mitad la población de Europa y que grabó para siempre una huella mnémica en los hombres de horror a las ratas, fue la de 1348. Según Giovanni Villani, autor de las Crónicas Florentinas, la peste comenzó el año anterior luego del desembarco de cuatro galeras genovesas que provenían de Turquía. Traían a bordo unas ratitas negras, las cuales eran picadas por una pulga que luego pasó a picar a los humanos. Villani relata que el conteo de las muertes era siempre grosso modo, porque no hubo censos ni precisiones por la rapidez con que atacó la peste. Las glándulas de ingles y axilas se hinchaban en forma de bubas -lo que dio a la enfermedad el nombre de peste bubónica- y muslos y brazos se cubrían de manchas negras; el enfermo moría de tres a cinco días después. Los sacerdotes que los asistían en sus últimos momentos, acababan contagiados; por eso el Papa decreto el perdón de los pecados a los sacerdotes que no se animaran a servir a los moribundos. (...) Muchos, según Bocaccio, no pensaban lo mismo: sobre un grupo de hombres y mujeres que huyen a la campiña, erige él su Decamerón. También la peste negra cesó, sin que nadie supiera a que se debió. Hoy se sabe que es un bacilo llamado Yersinia -su descubridor fue Alexander Yersin- y que la peste puede ser controlada tanto con medidas preventivas como en individuos afectados. Quinientos años después del libro de Bocaccio, cuando ya la peste es curable, Albert Camus finalizará su La peste diciendo que se esconde y acecha en cualquier parte.Pero antes de que la ciencia diera cierta calma a los humanos, la peste asoló otra vez Europa en 1664, haciendo foco esta vez en Holanda y desparramándose por el continente. También aquí se debió a que unos marinos desembarcaron sus mercaderías de Turquía. Para ese entonces, Daniel Defoe tenía cinco años y en 1722 escribió la novela Diario del Año de la Peste relatando los acontecimientos, con ese estilo innovador, entre la ficción y el periodismo. Quien narra la crónica es un talabartero que prefiere no abandonar su negocio en Londres. (Alberto Moravia escribirá en 1957 La Campesina, haciendo jugar las equivalencias entre peste y guerra: una almacenera tampoco quiere abandonar su negocio en la Italia en guerra y cuando lo hace, se sume en la desgracia). El talabartero de Defoe sobrevive a la peste y es testigo de los estragos: el remate de su novela es una rima que él solía repetirse como una oración mágica personal: "Una terrible peste hubo en Londres/ En el año sesenta y cinco/ Que arrasó con cien mil almas/ ¡Y sin embargo estoy vivo!"
No hay comentarios:
Publicar un comentario