04 julio, 2011

Hemingway, a 50 años

Hoy en Revista Ñ, Carlos Gamerro recuerda a Ernest Hemingway a 50 años de su suicidio ( el 2 de julio de 1961). El genial narrador estadounidense que marcó a generaciones de escritores y que planteó su teoría del iceberg en la narración, es hoy más leído por sus cuentos que por sus novelas. Fue uno de los principales novelistas y cuentistas del siglo XX. Ganó el Premio Pulitzer por "El viejo y el mar" y el Premio Nobel de Literatura. Dice la nota:
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¿Cuál es, hoy, a cincuenta años de su voluntaria muerte, el legado de Ernest Hemingway? Aunque fue contemporáneo de Joyce, Proust, Faulkner y Virginia Woolf, lo suyo no era el monólogo interior, ni la exploración de los mas sutiles vericuetos de la conciencia; tampoco la presentación directa de las emociones: las escenas y los diálogos de amor de Adiós a las armas , por ejemplo, han dado calambres de estómago a mas de uno. Lo suyo (y más suyo que de ningún otro) fue el mundo exterior, y sobre todo, la devoción a los actos minuciosos que ejecutamos diariamente. La vida interior y las emociones las presentaba mejor indirectamente, mediante lo que T. S. Eliot, otro contemporáneo, llamaba el correlato objetivo (una acción o un objeto que permite al lector sentir la emoción, sin nombrarla). Ejemplar en este sentido es su cuento “El río de dos corazones” en el cual un hombre solo pesca truchas a lo largo de un río. Su pensamiento apenas se escapa de las tareas que ejecuta: pero poco a poco comprendemos que este es un hombre quebrado, que está en ese lugar donde solía pescar para probarse que la guerra no lo ha devastado por completo (como los bosques quemados que atraviesa), que el pavor que lo acomete en el punto en que el río se ensancha evoca terrores que ni él mismo, ni mucho menos el cuento, podrían poner en palabras. Hemingway fue, famosamente, practicante de una modalidad de la elipsis que él mismo bautizaría “teoría del iceberg”, que proponía que el texto del cuento era, apenas, la punta visible de una enorme masa sumergida: en este cuento, el iceberg esta casi todo debajo de la superficie. (Años después, Haroldo Conti escribiría una novela parecida: Sudeste ).

“El río de dos corazones” pertenece a la serie de cuentos de Nick Adams, personaje que comparte muchos rasgos de Hemingway mismo. Los cuentos de Nick están dispersos en diversos volúmenes, porque Hemingway los fue escribiendo a lo largo su vida (Salinger, gran admirador de Hemingway, haría con su Seymour Glass algo muy parecido). Ernest y Nick crecen juntos: en el primero de la serie, “Campamento indio” lo conocemos de cinco años, junto a su padre, siendo testigo de los parejos milagros del nacimiento y de la muerte; en el último, “Un día de espera” Nick es padre, y es su hijo el que se enfrenta a lo que, cree, es su muerte inevitable. En el medio, los amores juveniles, la errancia y las amistades del camino, la experiencia traumática de la guerra. Y un cuento fundamental, que hace posible la literatura policial estadounidense: “Los asesinos” (“La espera” de Borges bien podría ser una reescritura de este cuento). Junto con otros cuentos inolvidables y perfectos como “Las nieves del Kilimanjaro”, “La corta vida feliz de Francis Macomber”, “Colinas como blancos elefantes”, “Un lugar limpio y bien iluminado”, son su legado más durable.

Como muchos antes y después de él, Hemingway se hizo famoso por sus novelas pero quedará en el presente vivo de la literatura por sus cuentos. Sus novelas enseñan a vivir, llenan a sus lectores de furor imitativo: queremos desesperadamente tomar mojitos en la Bodeguita del Medio, correr los toros en Pamplona, cazar búfalos en Africa o morir ametralladora en mano en la Guerra civil española. Algunas de estas opciones son inalcanzables; otras lo serán pronto: los tiempos del mundo son mucho más cortos que los de la literatura. El mundo, de todos modos, se empecina en parecerse a las novelas de Hemingway: en París, es un must ir a tomarse un calvados en el Bar Hemingway y los safari-tours africanos prometen “la auténtica experiencia Hemingway”.

De Por quién doblan las campanas queda una de las escenas más memorables de la literatura: aquella en la cual los republicanos toman el pueblo y ejecutan a los fascistas, sometiéndolos a una manteada sangrienta que culmina en un salto al vacío. Cada uno de los fascistas es cuidadosamente individualizado por Pilar, la narradora (es una guerra civil: víctimas y victimarios son todos del mismo pueblo) para luego ser definido por lo que para Hemingway y los estoicos era la prueba decisiva de la entereza de un hombre (género masculino, se entiende): la actitud con que enfrenta a la muerte. En esta escena la ecuanimidad moral del autor va de la mano con la astucia estética: Hemingway, republicano por sus ideas y por el compromiso de su acción, decide pintar el espanto de la guerra civil mostrando las atrocidades cometidas por los de su lado. Luego, para dar cuenta de las cometidas por el lado contrario, le basta con una oración de su Pilar: “fue el peor día de mi vida hasta ese otro […] cuando los fascistas tomaron el pueblo”.

Algunos escritores localizan la escritura en el alma; otros en cerebro; algunos en el corazón, otros en las tripas o los testículos. Hemingway descubrió que el lugar de su escritura estaba en los músculos. Por eso, su manera favorita de referirse a la escritura desmañada o débil era con palabras como blanda, grasosa, floja. Cuando sintió que su cuerpo y su escritura se habían vuelto fofos sin remedio, se voló la tapa de los sesos.
Actualización [06-07-11]:
Javier Reverte, hace unos días, también se sumó a la evocación por los 50 años del suicidio de Hemingway en su texto Nunca derrotado

Por su parte, el escritor cubano Leonardo Padura autor de 'Adiós, Hemingway', se ocupa de los misteriosos azares de una muerte a la que no habría sido ajena el FBI en Los misterios del escritor

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